No tenemos reloj, pero eran casi las seis
de la tarde y todos estaban reunidos en la mesa preparados para el festín,
aunque quizá deba aclarar a quién me refiero con "todos". Estaba nuestra vecina
doña Luisa, el sastre Benjamín, las hermanas Jiménez amigas de Lucía, prima
de Benjamín; el cura, mis siete hermanos, mi hermanita adoptiva (la que
encontramos el año pasado a eso de Noviembre, a punto de morir en la quebrada)
mi mamá, la tía de mi mamá, mi papá, la amante de mi papa, el esposo de la amante
y el hijo de la amante de quién todos conocen el padre (menos su esposo), que para los usos que
aquí nos interesan llamaré mi noveno hermanito. Estábamos todos reunidos en
punto, a la hora y con ruido en la tripa. Juan Teodoro el jefe de mi papá, le
regaló ayer, por ocasión de su cumpleaños, una hermosa gallina que hoy será
banquete de guajiros.
Salivando
y a punto de abalanzarnos sobre la olla estábamos, cuando de pronto se levantó el cura (le
llamo así porque no recuerdo su nombre) y nos dijo, a tono de sermón, las
siguientes palabras: Hermanos míos, la gula, como el santísimo Tomás de Aquino
nos ha explicado, es un pecado que merece la muerte. Como tal, aunque no he
sido invitado a esta apreciable celebración (para ser sinceros ninguno fue invitado), me he sentido llevado por el más
noble sentimiento de piedad a salvaros de la muerte, repartiendo como se debe
nuestro sagrado alimento.
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